Tengo algo raro en un ojo
Y así el engaño, entre publicidad callejera, brillo perfecto en cera de pisos, extras de guerra y llamados de auditores con lamentables tragedias y consejos del locutor, empezó a golpearme una especie de tic en el ojo, con un compás sumamente mecánico. Creo que una pestaña me está creciendo hacia adentro, pensé por un momento, al menos eso parecía. Era como la sensación de un engranaje gastado que me pillaba la piel al girar. Preocupante, por decir lo menos.
El problema pareció agudizarse cuando empezaron a hablar de fútbol, a repetir declaraciones de jugadores, dirigentes y fanáticos, como si fuera un asunto fundamental para la humanidad. Luego la operación que le harían a no sé quién y después el tenis y el ántrax, más el ruido de la alarma del bus al pasar el kilometraje permitido y luego la financiera Atlas y Osama que sigue vivo. Creo que comienza a temerse su inmortalidad.
Quedan varias pestañas entre mis dedos. Y yo miro las espigas, los dedales de oro, las nubes entre los carteles de Copec y Coca-Cola y las torres de alta tensión con sus cables y sus postes .
—Marque 1-2-3 —suena como una inocente fórmula desde la radio, mientras el tic comienza a hacerse evidente y ya me duele un pie. Creo que tengo ganas de moverme, tal vez caminar por el pasillo del bus. Me está pasando algo parecido a un viaje en avión cuando los tobillos empiezan a crecer y uno cree que puede dar a luz un tronco de roble con anillos milenarios.
El auxiliar entona una de esas horribles canciones, espera ser descubierto, imagina un productor de locomoción colectiva, una personalidad busca talentos disfrazado de viajero incógnito. Ahora canta un eslogan publicitario.
Afuera los tonos de verde –con filigranas y nervaduras doradas–, danzas ocres y arbustos amarillos salpicados de pétalos, estiran los brazos con angustia.
—¡Recuerde: aspirina de Bayer! interrumpa al instante ese dolor de cabeza —modula el locutor.
Los árboles son milagrosos. La cabeza me pide atención. Vengo huyendo del ruido permanente que me ataca entre T.V. radio, voces y movilización ciudadana. Creía haberme liberado por dos horas. Pensaba acceder al silencio. Ese templo al que deberíamos ingresar descalzos y en dirección al mar. Y soy atacada de nuevo. Cada minuto y a través de todos los sentidos alguien quiere ofrecerme algo a mí.
—Si, a usted, el que me escucha desde cualquier rincón del presente. Quieren obligarme a comprar. El tic aumenta y al mirarme en el cromado del cenicero descubro que tengo un ojo enorme y desenfocado. Vibra como si estuviera empezando a dibujarse algo. El otro ojo está normal.
Se suben a vender pasteles y la radio transmite sobre el producto milagroso para bajar de peso. Se puede comprar en cuotas con la tarjeta. Con cualquiera, incluso desde el celular. Se lo pueden ir a dejar a la casa, al trabajo. Se lo dibujan y describen detalladamente por internet. Ademàs agregan que pueden hacer lobby para transportarlo al cementerio, si es que se fue con esos incómodos kilitos de más.
El cielo está variando sus matices y las nubes se acomodan para algo. La óptica ofrece lentes desechables en tres colores, por el precio de uno. Se me derrama una gota espesa del ojo. Parece una pintura amarilla diluida en trementina porque arde. Al centro del ojo empieza a aparecer la imagen ascética de Jesucristo. Tiene un efecto palpitante. Ahora se dibujan a su alrededor un conjunto de escenas. Se ordenan en el círculo del iris. El auxiliar del bus viene a ofrecerme bebidas. Afuera todo está sembrado y sus surcos me llaman a germinar. El auxiliar da un grito aterrador y yo lo miro con el ojo fijo. Me siento conectada al ojo crucial de El corazón delator de Edgar Allan Poe. Disfruto la referencia aunque preferiría ser el victimario. Es una indignidad morir por culpa de un loco que considera que tu ojo es repugnante. Desde sus asientos se levantan los viajeros para comprobar la pertinencia del grito. Puede ser una estrategia de mercado. Detienen el bus. Mi ojo reproduce ahora Los siete pecados capitales de El Bosco. Dios que todo lo ve.
Parece que quiere ocuparme de médium, creo que El me necesita, pienso.
Hablan de llamar a la policía. Pero la policía está ocupada persiguiendo psicópatas por cámara . Y jugando al pillarse por los paseos peatonales.
Tengo un ojo desbocado que me lagrimea. Cada gota repite la versión en miniatura del cuadro. Me tienen amarrada por si soy peligrosa. Apagan la radio para tomar decisiones.
—Podríamos vender sus lágrimas porque traen la imagen de Cristo —dice alguien, mientras planean subirles el precio si las bendicen. Ponerles una cinta roja para colgarlas del árbol navideño.
—Hay que hacerle un buen marketing —opina un estudiante.
—No hay para qué buscarle la utilidad al milagro —dice una señora que no se inmuta, porque debe ser sabia pero lo disimula bien.
Un río se me está desbordando y aprovecho la confusión. Me violento, huyo y arranco por las aguas que buscan un cauce entre los asientos hasta las ventanillas que pronto explotan en miles de cubos inastillables. Mis huellas se desvanecen en el agua y los despisto. Oigo que me buscarán con perros expertos que huelen el espíritu. Dicen que van a empadronar a todos los pasajeros de buses desde ahora en adelante.
—¡Anda tanta gente rara que habrá que protegerse! —agrega una joven rubia recreada a lo podle.
Alguien dijo que me vio con una cajetilla de cigarros Zonza. Que llevaba un libro de mapas con dos torres... con siglas de computación... que tenía... que llevaba... que entregué... que boté al suelo algo como...
Sé, con la certeza más digna que no estoy soñando. Esa sería una solución fácil. Yo sé que todos llevamos un monstruo adentro. El problema es que no sabemos cuándo va a manifestarse. Ni siquiera sabemos si lo podremos hacer pasar por moda, vanguardia o guerra santa.
Y si realmente tiene sentido.
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