Piel de Serpiente
La zapatería Magritte
Capìtulo III
Algunos días después, Sierpe paseaba sigilosamente por un Mall, en busca de una buena liquidación de Libros Bíblicos. Quería revisar las últimas traducciones y cotejar sus ideas con las nuevas interpretaciones y notas explicativas a pie de página. Por supuesto, sólo se fijaba en aquellas ediciones impresas en un papel grueso y resistente al tiempo. Le parecía que ésas sí podrían ser las definitivas. Además, prefería los libros modernos y con imágenes menos aterradoras que los usados en su educación inicial, porque esos, lo reconocía con valentía: “le habían provocado algunos traumas considerables y la hacían sentir de lo peor”.
El tiempo pasó rápidamente y como no encontró lo que buscaba, compró unos casetes con hermosas y edificantes canciones y además un antiguo escapulario romano que le ofreció la vendedora, quien le aconsejó que se lo colgara al cuello ya que funcionaba como un poderoso amuleto protector.
El ambiente estaba bastante agradable en ese extraño lugar, aunque le parecía adivinar la estructura vertiginosa de un caracol o una torre de Babel. A pesar de la mala referencia arquitectónica, que atribuyó a la memoria colectiva que no la dejaba en paz con sus continuos montajes, algo había allí que le daba seguridad y le resultaba casi familiar. Dedujo que le hacía falta entrar en contacto con la sociedad, debía insertarse, se repetía con convicción, así dejaría de sentirse tan rotundamente marginal. Fue entonces cuando observó en la clientela potencial que la rodeaba, una conducta a imitar que como una llave maestra le abriría las puertas del templo, y, favorecida por ese magnífico poder de síntesis del que tanto se vanagloriaba, en pocos segundos logró extraer la consigna crucial: vitrinear o morir.
Desgraciadamente, a la segunda vuelta y ya mareada de serpentear por los amplios corredores cayó al fin en la tentación de necesitarlo todo, pedir rebajas, resguardar productos con abonos en efectivo y sufrir la angustia existencial de no poseer esas tarjetas que tan magistralmente barajaba el resto de la comunidad. Tarjetones coloridos como naipes animados por el poder paranormal de un “Ábrete Sésamo”.
—¡Qué falta de seriedad! —exclamaba alzando la voz—, señorita, por favor tráigame el libro de reclamos, quiero certificar mi molestia y... además voy a dejar en evidencia el juego sucio... si creen que una es tonta porque es educada, ya van a ver lo que soy capaz de hacer.
Pero no había libros negros ni de quejas ni de cuentos ni de cuentas “toda información se registra sólo en el sistema de última generación que está en línea con la casa matriz”, repetían a coro las vendedoras y sus ecos rebotaban contra los espejos de los probadores donde sus rostros esperpénticos se multiplicaban en el abismo del reflejo.
—Por qué tiene que sucederme esto a mí —se preguntaba Sierpe temblando entre convulsiones espasmódicas, verde de rabia y roja de vergüenza titilando como hechizada por un cable de neón.
Más tarde, cuando recobró la lucidez y la paciencia luego de una breve siesta entre los brazos de una palmera artificial, descubrió una sana manera de entretenerse: ese descabellado placer de jugar en las escaleras mecánicas que la trasladaba a niveles superiores. La sensación de subir sin hacer ningún esfuerzo le pareció una entretenida y didáctica manera de trepar. Pero el juego, que no tenía unas bases muy claras para ella, había de resultar tan breve como la vida misma, ya que un cuidador vestido de elegante uniforme, se materializó desde la nada para llamar su atención e indicarle con severidad que observara el cartel. El letrero era amenazante, tenía una cruz roja atravesada sobre el dibujo de un niño, que se equilibraba con dificultad en las gradas de una escalera que, curiosamente era idéntica a la que ella estaba utilizando como carrusel.
—No entiendo, joven —preguntaba Sierpe—, el cartel no tiene una lectura explicativa, tal vez significa que hay que hacerle la cruz a los niñossss y a las escalerassss mecánicas. ¿Tal vez sólo al niño o a la escalera sin el niño, a ambos? ¿Todas las anteriores? ¿Essss una superstición o qué?
—¿Cómo que no se entiende? Está más claro que el agua —le dijo el guardia indignado—, está prohibido que los niños jueguen allí.
—¡Vaya, vaya! No sabía que lassss serpientes y los niños se identificaban con el mismo signo —le respondió burlándose, mientras arrancaba de los ojos enfurecidos del hombre que ya había empezado a dar la voz de alarma por su “walkie talkie”.
Sierpe se escondió entre los colgadores de ropa de una promoción familiar de vestuario, hasta que el peligro pasó y pudo continuar con su singular paseo. Todo iba bien, pero de pronto, ante sus ojos de párpados unidos y transparentes que no pierden detalle, apareció toda vibrante de luminarias, la elegante zapatería “Magritte”.
Tacos femeninos que parecían puñales, dardos, agujas para coser sacos, cuchillos de cocina, bayonetas, lanzas, cortaplumas y toda suerte de armas blancas para defensa propia en un ataque cuerpo a cuerpo. Terraplenes como cajones de velador con vaciados artísticos para eliminar el peso. Tacos crecedores para tocar las puertas del cielo y despegar de la tierra, pensaba Sierpe, con la boca abierta pegada a la vitrina, que empezó a nublarse con el vapor de la respiración. Zapatos de todos colores y formas.
—Son redondos, puntiagudos, cuadrados, con dedos, sin dedos, correas, botones, sin punta, con punta de metal, con acrílicos, con correas y redes, lazos, sin lazos, hebillas, talón, sin talón, ¡qué horror! —repetía Sierpe mientras grababa cada imagen con un desconcierto de fotógrafo iluminado ante su laboratorio de ensayo.
—¡Sólo cuero legítimo! —aseguraba el vendedor, mientras ordenaba los cinturones de trenzas doradas con gran dedicación—. También tenemos carteras con incrustaciones de pedrería —insistía para tentar a las damas con alguna nueva joya de colección.
Un afiche en donde se veía la imagen de unos pies descalzos, deformados hasta adquirir en su base la forma de los tacos, componía la inquietante decoración del lugar. Sierpe miraba y parpadeaba al ritmo del neón, profundamente impresionada.
—Es una pintura de “Magritte” —le dijo el vendedor—, un gran artista de un país bajo, al que le preocupaban mucho los pies —agregó, dándoselas de entendido en arte.
—No creo que ssssean precisamente los pies losss que le causaron la preocupación al artista —respondió Sierpe burlesca— pero no vine a opinar sobre imágenes, ése esss un asunto muy complicado.
Mientras serpenteaba entre las alfombras de terciopelo, desconfiando de las ofertas, lanzó un destemplado grito que dejó ver su temible lengua, aterrando con ella a la creciente clientela. Las señoras se olvidaron de toda compostura y abordaron los asientos, los estantes, se subieron a las escalerillas, ingresaron a las vitrinas intentando poner vidrio por medio, entre la víbora y ellas. Era peor que haber visto las cenizas de una hoguera medieval.
Mientras, sin prestar oídos al repudio que provocaba su presencia, Sierpe comprobó con horror que los más refinados zapatos exhibidos como joyas exclusivas, eran de piel de serpiente.
El vestido finísimo, puesto en una maniquí que reposaba como Bella Durmiente dentro de una urna de cristal, tenía un juego de esmeraldas y topacios incrustados en el pecho. La más espectacular piel de serpiente, con sus escamas que brillaban como estrellas de lentejuelas para una gala nocturna, había sido usada para la confección de esa joya. Una visión tan horrorosa no podía dejar de arrancarle el grito. Esa no era una piel de recambio. Para hacer ese vestido tan perfecto seguramente habían descuerado viva a una de sus colegas. Pero el horror no concluía ahí. Más allá había carteras, cinturones, cintillos y prendas diversas, diseñadas para lucir el decorado natural de la piel de ofidio. Su textura, manchas, combinación de formas y dibujos, daba a la congelada belleza de sangre fría, la impresión de un misterio inalcanzable y seductor.
El vendedor experto en arte, que momentos antes recibiera a Sierpe sin problemas, viendo el estropicio que causaba su presencia, fue a buscar una escoba y la apaleó sin ninguna consideración para calmar la agitación nerviosa de su delicada clientela.
—No entiendo qué lesss produjo tal espanto —decía Sierpe—, ellas mismas llevaban ropas con trozos de mi piel, la diferencia es que ahora me estaban viendo en vivo. A mí me deprime mucho ver esto, no sabía que mi piel era carísima. La elegancia misma. ¿Cuántas hermanas mías habrán muerto en manos de insaciables cazadores de piel, sólo para satisfacer una moda?
Aunque reconozco —se decía—, que mi piel es bellísima, y comprendo que les encante, pienso que sería muy feo que yo empezara a hacerme ropas y accesorios de piel humana. ¿Cómo sssse sentirían ellas al encontrar un negocio donde se vendieran trajes y zapatos hechos de su piel? Piel asiática, roja, negra, blanca, bien curtida en cinturones y sombrerosss. ¡Seguro que gritarían como yo grité! Reconozco que se me pasó la mano con algunas reiteradas pérdidas de veneno a la salida, pero no mordí a nadie, más allá de un mareo o dolor de cabeza, que todas ellas sssse merecían, este desagradable evento quedará sólo hasta ahí.
(Fragmento de la fàbula personal: "Piel de Serpiente")
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