Las conversaciones con León aparecen en los “Diarios”. Allí se cuenta, por ejemplo, que de un tipo que había amanecido mal, debido a un exceso de alcohol, León decía: “está que escupe pólvora”. De otro, que era evitado por casi todo el mundo, comentaba: “cae mal aún entre los bomberos”. A Alfonso le hacía especial gracia el caso de un conocido de León, un tanto desdeñoso, que, al presentar a su mujer, no muy dotada, se responsabilizaba, en voz baja, con un: “perdone, pero a la pobre la cara no la acompaña mucho”.
Un día tuve la suerte de conocer a Alfonso personalmente.
Fue en una conferencia sobre sus experiencias porteñas, que siempre aparecen en sus diarios. Literalmente quedé deslumbrado. Su manejo de la información gruesa y de detalle, su entusiasmo narrativo, su facilidad expresiva y la entrega total que lo caracterizaba, cautivaron a toda la audiencia.
Magnético, hiperactivo, trapero del tiempo, profesor de energía, Alfonso Calderón, hombre trabajador, bueno y genial fue, para decirlo con una breve expresión suya, un “ángel de una sola línea”.
Cuando empezaron a aparecer los “Diarios” que, hasta la fecha, suman siete tomos, más de 2.500 páginas en total, fui leyéndolos, anotándolos, haciendo concordancias. De cuando en cuando, le enviaba a Alfonso alguna carta con comentarios.
Creo que por la personalidad de Alfonso, por la curiosidad que revelan, por el nivel de sinceridad que manifiestan, los “Diarios” no tienen equivalente en la literatura chilena. Los letrados harán paralelos con diarios de otros horizontes.
“El mirlo burlón” que presenta ahora RIL Editores, sigue la misma línea de los tomos anteriores, con novedades y temas que quedan resonando y suscitan múltiples asociaciones.
Es imposible hablar brevemente de su contenido, que es totalmente misceláneo. Nuevamente se nos presenta aquí Alfonso de cuerpo entero, de espíritu entero.
Nuevamente volvemos a admirar a un observador sensible, que asume las múltiples perspectivas de su inmensa cultura. Se trata de la inquietud del filósofo, del teólogo, del literato, del científico, del sociólogo, en fin, del hombre de carne y hueso, como diría Unamuno, sorprendido y tembloroso, ante la maravilla bifronte de la existencia.
Si quisiéramos compendiar brevísimamente su mirada, tendríamos que decir que Alfonso es un cazador de instantes: de instantes sub especie aeternitatis, en el lenguaje de Simmel. Alfonso procuraba llevar toda experiencia –un sentimiento, una pregunta, un cuadro, un poema-, hasta la máxima plenitud de su significado. Llegar al límite. Encontrar el sentido.
De tantas citas que podrían hacerse del texto que hoy se presenta, selecciono unas palabras dirigidas a una de sus hijas:
“Le explico que ella, como yo, va a llegar un día a entender que el amor sin el estilo Tosca; que un día hermoso, el sol, el mar, la casa, las flores, son una forma constante de la dicha. Que no espere más”. Hay que ser feliz.
Todo le interesaba a Alfonso y, en la extraordinaria miscelánea que presenta, todo nos interesa.
Hay momentos de depresión y momentos de plenitud. Pero se advierte continuamente el esfuerzo por descubrir la maravilla de la vida, los momentos de luz, la tensión por elevarse sobre este mundo de carencias, como diría Maslow.
Alfonso no logra concebir la existencia de alguien que pasa neutral e indiferente por la vida, “sin el agrado que promueven las mínimas alegrías o las fuerzas que conceden las grandes navegaciones en el mar”.
Pensando en su trayectoria, uno se acuerda de la inscripción que hay en Madrid, frente al Museo del Prado, en un monumento a Eugenio D’Ors.
La inscripción dice “Todo pasa, una sola cosa te será contada y es la obra bien hecha. Noble es el que se exige y hombre tan solo quien renueva su entusiasmo cada día”. La leyenda agrega: Sabio, es el que descubre el orden del mundo que incluye la ironía.
Así fue Alfonso: artífice, noble, hombre, sabio. Por eso nos sigue acompañando, convertido en clásico, interpelándonos, dando batallas después de muerto.
Como ya hemos dicho, en “El Mirlo Burlón” aparece el ejercicio de su curiosidad infinita: por sí mismo, por los demás, por la cultura, por la naturaleza. En este sentido, la obra no representa solo una experiencia literaria. También revela, en cierto modo, una experiencia religiosa: muestra el proceso íntimo de la admiración y del amor. La curiosidad lleva al conocimiento del mundo y el conocimiento a una relación amorosa, que mira hacia el misterio.
Alfonso cuenta que dejó de rezar en 1946, pero, sabemos que, a la vez, vivía atento a lo trascendente. Por ahí cita un poema de Seferis que equivale a una oración: “¡Compadécete de los que todavía esperan!”.
Karl Rahner, ese gran teólogo, consideraría que Alfonso fue un hombre profundamente religioso: volcado hacia el misterio, invocando el misterio; orando, en la terminología de Rahner.
Gracias a RIL Editores, por este nuevo y valioso aporte al patrimonio humanista nacional.
Esperamos que las obras inéditas de Alfonso vean pronta luz. Desde un punto ultradimensional, Alfonso nos dice que está de acuerdo.