Animal cautivo

Hay que asumir que se es un animal, cautivo, entre los límites poco claros del espacio cibernético, universal, dudosamente real. Soy un animal... sólo tengo esa certeza y no me queda otra alternativa que escribir poesía para humanizarme. Tal vez debo decir solamente Escribir. Sé que no es la mejor manera para instalarse en un blog dispuesta a cazar espíritus. Pero tengo un hambre de pasión metafísica que convierte en Dios todo lo que toco.

domingo, agosto 14, 2016

Alfonso Calderón o el ejercicio de vivir, por Lila Calderón





Alfonso Calderón (1930-2009), fue un escritor chileno, poeta, cronista, ensayista, memorialista, investigador, Premio Nacional de Literatura 1998, y el padre que por fortuna tuve y con el cual aprendí, sobre todo, a valorar el ejercicio de vivir con sentido. Hoy, me produce la extraña sensación de estar observándolo en su trabajo literario habitual, como si estuviera aquí, en alguna calle del centro de Santiago o en la Biblioteca Nacional —su hábitat—, y conversáramos de los trabajos que teníamos o  proyectábamos hacer y, (lo que me entristece), los planes para asistir y registrar el Bicentenario de Chile, un hito que lo emocionaba mucho. Pero lo inesperado ocurrió, y murió el 8 de agosto de 2009, a los 78 años de edad. Sin embargo, tengo mil motivos para recordarlo, además de los libros.

De niña me encantaba entrar a su biblioteca y correr entre los pasillos de estantes que se curvaban por el peso de los libros, dispuestos en doble fila para albergar la sobrepoblación de autores, que convivían sin problemas en ese silencio que yo suponía cargado de secretos. Y era feliz sabiendo que había hileras de libros pequeños, escritos para niños, empastados y con letras doradas para que mi mamá nos leyera a la hora del almuerzo y la comida, y con los cuales era imposible aburrirse, porque eran bastantes y porque mi mamá les cambiaba los finales para mantener nuestra atención. Eso me emocionaba mucho, la sorpresa, también a mi hermana Cecilia, la menor, pero mi hermana Teresa, la mayor, se indignaba y le iba a contar a mi papá que le estaban mintiendo con el cuento, que así no era la historia, y a él le daba ataque de risa, solía reír a carcajadas con nuestras inocencias que tal vez reconocía en sí mismo. También se reía mucho con los chistes fomes que nos contaba cuando quería entretenernos o con unos dichos a los que no les encontrábamos ninguna gracia, como “Esto es más viejo que el hilo negro” o “Del uno, dijo aceituno”, “me están contando el cuento del tío” o “más sabe el diablo por viejo que por diablo”,  cuando nos descubría en alguna de nuestras maldades. Con la Tere nos mirábamos a los ojos como diciendo “exijo una explicación”, hasta que un día se me ocurrió que nosotras inventáramos chistes y fue maravilloso. Descubrí el absurdo. Y lo alimentamos hasta que se lo llevamos de regalo un día a la hora del almuerzo y entonces nos tomó en serio. Yo empecé a escribir tempranamente y a formar mi primera biblioteca que él incrementaba con regularidad. Le debo esta relación con la palabra, y con el humor, pero también con el cine y la vida. Y oigo su voz cada día cuando me dictaba por teléfono notas para un libro o me daba bibliografía adelantando un trabajo que emprenderíamos juntos como una hazaña compartida. Mi conexión con él era de alma más que de piel. Y eso perdura. 

Mi padre me impresionó desde la niñez. Me parecía un sabio que comprendía a fondo todo lo que ocurría en la tierra, y en todos los tiempos. Aunque yo le preguntara las cosas más extrañas, él siempre intentaba una respuesta coherente o motivadora para que yo misma investigara más. Aprovechaba al mismo tiempo la ocasión para dar de inmediato bibliografías o enviarme directo a revisar el diccionario. Fue así como me entregó fórmulas para explorar rutas donde descubrir los tesoros que provee la investigación y disfrutar del logro, como si se tratase de un banquete al que se podía invitar a quienes padecían de nuestro mismo apetito, más bien del hambre voraz, que lo llevaba a buscar, conocer y citar. Porque ése era el modo de establecer sus nexos con la humanidad. Él sabía y asumía su rol, reconociendo que al entrar en escena, como actor creativo, ya existía el teatro, las máscaras, el público, el lenguaje dramático y se seguían oyendo los ecos de aquellos grandes autores que dieron vida a la épica, a la tragedia y la comedia. Así, para mi padre la tierra entera era el lugar de los hechos, el detonante de la poesía, el sitio del suceso que se le hacía crucial registrar, usando las diversas posibilidades de la escritura, a través de la crónica, diarios de vida, de viajes, memorias, ensayos y la poesía, respetando la tradición literaria, aunque trazando una ventana que le permitía recuperar e incorporar en su obra, todos los pasajes relevantes de la historia humana, donde hay lugar para las citas y el rol de los referentes, como quien dirige el drama, registra los diálogos y autoriza también al interior de la escena la función del apuntador, que quizá pareciera ser el fiel representante de la memoria colectiva.

En su obra hay alusiones y homenajes constantes al cine, con el cual mantenía gran  afinidad, especialmente con movimientos como el neorrealismo italiano y algunos de sus filmes clave: “Roma ciudad abierta” (Rossellini, 1945), “Paisá” (Rossellini, 1946), “Ladrón de bicicletas” (De Sica, 1948), “Milagro en Milán” (De Sica, 1950), “Umberto D” (De Sica, 1952), “Senso” (Visconti, 1954) “La strada” (Fellini, 1954), y películas más tardías, en esa línea, como “La dolce vita” (Fellini, 1960), “Il sorpaso” (Risi, 1962), “Nos habíamos amado tanto” (Scola, 1974), y tantas otras historias donde campea la tristeza, la desesperanza, la injusticia, la frustración, pero también la nobleza, dignidad, ternura y solidaridad. Son filmes que vio muchas veces a lo largo de su vida y atesoraba en su videoteca para revisar fragmentos, recordar un diálogo, recorrer un paisaje, describir una actuación, que luego habría de mencionar en sus libros y crónicas como parte de la historia que le importaba y que reflejaba más hondamente la realidad del ser humano, mucho más que la historiografía, que le producía, siempre, cierta desconfianza. Alfonso Calderón rescataba la historia como un puente o mirador para entender el presente, ya que el paso del tiempo, que cubre todo con su niebla o la tierra que sepulta cuerpos y pasajes, le parecían sucesos sobre los que, instalado el olvido, ya no hay posibilidad de mantener en la superficie y a corta distancia, como para ver, sin perder la perspectiva, hechos y fenómenos de la humanidad, y entender sus razones o la falta de ellas. A él nada le sorprendía. Porque todo sigue sucediendo en el presente como si fuese la primera vez. Hay guerras, el río crece y se desborda, las casas se derrumban, traición y corrupción son una constante, el asesino vuelve al lugar del crimen una y otra vez, quizá con el propósito de que alguien pueda descubrirlo, liberarlo  y finalizar con su rutina en una sola y única vida.
Así, pienso, la bruma existencial percibida como una obsesión en sus diarios, se alza como el leit motiv que cruza su obra completa. Una escritura que reflecta y refracta la confusión y fusión del yo bajo las máscaras que descubre y con las cuales aprende a convivir, mientras se va llenando de ecos y secretos, al constatar que bajo caretas y armaduras no hay sino apenas un hombre solo, que teme al momento en que el ángel de la muerte vaya a su encuentro, abriendo las alas como las páginas de un libro que se escribe a sí mismo, y que debe abrazar y abrasar en la iluminación letal del desenlace.


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