El Terror en el juego
Alguien habló del cierre del Teatro Comedia, y de manera inesperada la conversación recayó en el sentimiento del miedo.
Se trató, en primer lugar, de las plagas de ratas o ratones. Una vez clausurado el Teatro Comedia los ratones comenzaron a devorar los cueros de las butacas, originando perjuicios considerables. Otro recordó la demolición del Restaurant Santiago, cuyo maître francés nos inició en el arte de Brillat Savarin, hace de esto no pocos años. La demolición del selecto establecimiento hizo fluir a las lujosas tiendas del barrio a miles de ratones sibaritas que estaban habituados a llenarse con los desperdicios de filetes, de marmitas, de chupes de mariscos y otros manjares. Los perjuicios en dichas tiendas sumaron muchos billetes.
Sedas, casimires importados, confecciones finas, calzado y otros artículos aparecían cada mañana heridos por los colmillos insaciables. En la certidumbre de no poder dominar la plaga con medios corrientes, los propietarios de las tiendas dañadas se reunieron en consejo. Uno de ellos, británico, recordó que en Japón existía una sociedad poseedora de un secreto para exterminar a las ratas. Acordes los comerciantes. pidieron los servicios de la sociedad nipona, en telegrama, y un mes más tarde llegaba a esta capital, dueño de insignificante maletín, el hombrecito moreno y hermético encargado de representar a la extraordinaria firma. El precio, una vez conseguido el objetivo, era de cien mil pesos y los gastos de viaje. El nipón pidió una semana de plazo para “operar” en el terreno; anduvo por los entretechos y en los subterráneos, sin decir una palabra.
Dos semanas después de llegar se presentó sonriendo delante de sus contratistas, Había terminado su misión.
La desratización de las tiendas era completa. Los propietarios pagaron y durmieron tranquilos.
El japonés regresó a su tierra y hasta ahora nadie ha podido conocer el secreto del método para destruir ratones.
—¿Existe algún indicio? —preguntaron los comerciantes al dueño de tienda que tuvo la inspiración de llamar al japonés.
—Algo hay —dijo éste—. Según oí decir en Bombay, los expertos japoneses pillan un ratón macho vivo; a este ratón —y aquí viene el secreto— le inoculan un virus o rabia especial, cuyos efectos son espantosos; la bestezuela rabiosa es soltada en seguida, y su presencia, su aspecto, sus alaridos de dolor y sus mordeduras infunden un pánico indescriptible entre el mundo ratonil. Miles de ratas huyen; otras reciben dentelladas y multiplican el pánico. En pocos días no quedan huellas de ratones.
El caballero británico aseguró que él pernoctó en la tienda, ocultamente, mientras operaba el japonés, y escuchó el ruido infernal del mundo ratonil presa de terror.
Esta idea del ratón rabioso y de las tribus presas de pánico sirvió de base a otras deducciones y recuerdos no menos interesantes. Jack Boyland habló de los rateros y de la manera cómo fueron exterminados en Londres, simplemente por el miedo; en efecto, uno o dos rateros con las orejas y las narices cortadas, en tiempos de la reina Ana, debieron producir el pánico en Witch Street, en Whitechappel y en Soho.
—El miedo —agregó Sebastián Dax— no es solamente contagiosos y colectivo, sino también heredado. El miedo suele impulsar sin razones materiales directas, por reflejo, como en el caballo que rehúsa pasar por el puente que una vez cedió, aunque haya sido reparado. A propósito, voy a recordarles lo que a mí me ocurrió en el Casino de Viña del Mar, el año pasado. Yo tuve la debilidad de jugar en diversos países, desde muy joven; jugué con pasión, casi con delirio, en París, en las casas de chinos de Lima, a las quinelas en La Habana, en garitos madrileños; he jugado en el barrio de Pera, en Constantinopla, en la calle Victoriec, de Bucarest, en Londres, y ¡qué sé yo dónde! He jugado, y lo digo con vergüenza; en ciertas horas de locura puse a una carta mi tranquilidad, y aún más que eso... Me parece verme, temblando como condenado a muerte, de pie, detrás de otros jugadores, en los tripots de París. He jugado cerca del famoso André, le croque mort, he jugado contra Zografos, el griego millonario... y para qué contar... Pues bien, el último verano, cuando fui a Viña del Mar, después de haber perdido de vista las cartas durante muchos años, me ocurrió algo bastante curioso y que podría interesar a los psicólogos. Yo tenía el dinero suficiente para pasar una temporada de príncipe; guardaba la mayor parte de mi caudal disponible en el Hotel de Valparaíso, de manera que nada podía amedrentarme. Perder o ganar me era casi igual. Cuestión de entretenerme un poco, sin pretensiones de grandeza, fuera, eso sí, de un poquillo de vanidad; así, por ejemplo, me quedaba de la juventud un deseo de imitar a los jugadores elegantes que viera en los balnearios de lujo; el agradable poner montones de fichas delante de las mujeres. Todo esto parecerá simple y estúpido, pero es humano y forma parte de mi pasado. En el tapete se viven todas las pasiones en pocas horas; uno es rico, uno es miserable, uno es generoso, uno es avaro, uno es amante, uno es narciso y más adelante, asesino. Esto ocurre mientras pasan las cartas y rueda la bolita. No sé por qué razones el juego en Viña del Mar me pareció terriblemente indiscreto. ¡Con cuánto gusto hubiera jugado con careta, como en la antigua Venecia de las dogaresas y de los venenos!
“El juego, como el amor, debiera ser privado. En La Habana existe una sala de ruleta individual. En Viña no se conocen las exquisiteces y uno juega al alcance de todas las miradas conocidas e inquisidoras, bajo una luz ultrajante. Esa luz del casino hace que los jugadores parezcan cadáveres inflados de náufragos. Nunca podré olvidar la guerra de nervios de esa última noche de juego en el Casino, después de la huelga de crupieres, y encima del pantano cubierto por enjambres de zancudos —siguió diciendo Dax—. Después de ver mi rostro inflado en esos espejos, me resistí a creer que pudiera provocar todavía el coup de foudre en ciertas mujeres. Las que pretendían interesarse por mí debían ser terriblemente viciosas, como esas que aman las becasinas podridas. ¡Con esa cara que tengo jugando! Esa noche gané quince fichas grandes, o “jabones”, en jerga de jugadores. Después comencé a perderlas de manera exasperante, no de golpe, sino de a poco, haciéndome recordar el refrán de la gitanería: “No te morirás pero te irás secando”. Y a mí, ¿qué me importaba perder? Si yo no fui a ganar ni a perder, sino a pasar el rato y recordar... Así transcurrieron las horas. Sería la una de la madrugada..., me quedaban mil pesos en fichas de cien. Entonces comencé a cambiar en fichitas de veinte, de diez, de cinco. Un crupier me dijo de manera brusca:
“—Aquí no se permite jugar menos de cien.
“Pero ¿qué era eso? ¿Qué era ese sentimiento que comenzaba a invadirme? Salí afuera, a la cantina, y bebí sin medida. El amigo de la víspera se acercó a decirme que aquello era un robo. El restaurante, la cantina, eran los cerrillos de Teno; un poco de galantina, cincuenta pesos. Pero ¿a quién le importaba algo eso? Uno juega cien, doscientos pesos, seis mil pesos en un pase, y después reclama por cincuenta..., es ridículo. Al jugador no le importa..., el jugador saca las cuentas afuera, en el aire de la calle, pero nunca en la atmósfera caliente del tapete. ¡Qué importa! El jugador deja caer propinas de cien, y dice con orgullo: ¡Casa! Los crupieres repiten: ¡Casa! Nadie da las gracias. Volví a la sala de juego; me quedaban setecientos pesos y comencé a jugar con cautela. ¿Por qué? No sé por qué. De pronto sentí que mi cuerpo temblaba como azogado; mis ojos estaban hinchados y mi garganta como yesca. Yo tenía miedo; tenía miedo. Era el miedo antiguo que volvía; el miedo de mi juventud, de cuando andaba a salto de mata en los garitos. El miedo a quedarme sin comer, a quedarme sin domicilio, ¡en París!, ¡en Bucarest!, ¡en Constantinopla!, ¡en Lima! El miedo mayor, mucho mayor, a tener que ir al consulado, a pedir plata al cónsul de Chile, a humillarme, a mentir, a sollozar. recordé cuando en San Sebastián me hicieron pasar delante de todos los crupieres puestos en fila para ver si era verdad que yo había jugado dos mil pesetas..., y me regalaron un boleto de regreso a París, con centinela de vista para que entrara en el vagón de tercera. Recordé las miradas frías como espadas de los crupieres. Mi maleta quedó en el hotel Escurra; mi maleta americana que salió una mañana gozosa de América en la caravana de argonautas al revés; mi maleta de americano que siguió el camino de La Meca, el de Rubén Darío. Allá quedó en el Hotel Escurra con sus versos y una camisa sucia.
“¿Por qué me invadía toda la amargura pasada en el Casino de Viña del Mar? Yo estaba temblando de miedo. Cuando perdí la última ficha, me embargó la sensación de la muerte. Eran las tres de la mañana. tenía ganas de insultar de, hacer daño, y ¿por qué? Decidí castigarme y hacer el camino a pie hasta Valparaíso. Todas las veces en que mi vida quedó deshecha en las puertas de cien garitos y casinos surgió como fantasma de juventud. Eché a andar y muy pronto estaba en el camino helado del Barón... Un tumulto de animales vacunos obstruía el camino; era el alimento de mañana; era el precio de la vida de toda la canalla que jugaba en el Casino; era el precio del género humano; terneros, vacas, bueyes, corderos, mejores que yo, mejores que los gobernantes y mejores que los jueces de todo el mundo. Vi mil escenas en el camino y temí por mi despreciable vida propia; vi mucho, y cuando llegué al hotel, al hotel de lujo, en Valparaíso, me eché en la cama vestido, de bruces, y me puse a llorar como un niño. (1946)