Imagen: "Desgarro cósmico", de Enrique Zañartu.
Desgarro cósmico
Cuando tuvimos nuestro primer encuentro yo no sabía de qué o quién se trataba. En todo caso nunca me ha preocupado mucho andar identificando personajes o figuras en las manchas, prefiero el misterio, pero no puedo negar que algo superior a mí, algo atávico, oscuro e irrenunciable me llevaba de vuelta a la observación de cada detalle, un trenzado, un arabesco, la textura de una estrella, un ojo, quizás una escalera de caracol con las huellas de un oleaje reciente. Y entonces, pasado el primer peldaño venía la comparación, y luego, esto se parece a esto, y si no se parece entonces es otra cosa, pero qué, y mientras se urdía la metáfora se perdía un tiempo crucial para que esa cosa sin nombre cobrará vida y lograra convertirse en algo, fatalmente parecido a algo que no existía aún. Porque si no hay semejanza, se abre mecánicamente la jaula habilitada para reducir, medir, hacer esperar al objeto —si realmente lo hubiese—, con el fin de interrogarlo hasta que hable, y para qué negar, las alucinaciones son también visitas constantes cuando me dispongo a escribir un poema o cazar una abstracción que choca contra la ventana abierta para inquietarme, como ahora, que no consigo discernir si aquello que asomaba del cuadro era una grieta o una gruta por donde se escapaba la pata de una mosca o una abeja, porque se parecían bastante, pero, además estaba el ala indudable. Luego, era un insecto. Un insecto maravilloso como Gregorio Samsa lleno de dudas que lo hacían crecer, hincharse, temer estallar, avergonzarse de ser en un espacio tan agreste como una sala de parto o de metamorfosis. Una sala de camuflajes con cortinas de vidrio drapeado y nervaduras de plomo. ¿Sería un insectario o algo así como un vitral con un ente atrapado en medio de la asfixia por un cazador de mariposas?
A pesar de luchar contra el deseo de reducir a imagen lo que se proyectaba ante mí, había algo que complicaba el panorama. Yo veía un corazón, presentía un cuerpo que luchaba por vivir y un corazón que latía aún divinamente. Una vena verde y azul transportaba el secreto. Todo era misterio, color del misterio, eco del misterio, tormenta que desgarra al primer crujido de la noche, cuando se oyen los pasos de los dioses que dan cuerda al reloj y crean alarmas para despertar a los mortales. Oí también cantar a las sirenas que perturbaban a Ulises en algún lugar de ultramar ¿o era el lamento de Colón confundido en sus rutas ante el espejismo de las perlas y las sedas?
Era muy tarde cuando descubrí que era el fósil de una araña atrapada en su tela. Una araña muerta por accidente, al cerrar la lazada con la cual tejía el puente para invadir una galaxia delatada por su luminoso gemido. Y esa cortina que cubría todo el fondo de la gruta, era miel derramada sobre una roca que cerraba la entrada al insectario donde habíamos dejado las alas, antes de cambiar de piel para salir a barrer la tierra que aún olía a pintura fresca.