Animal cautivo
Por Gonzalo Contreras
Animal cautivo nace a imagen y reflejo del propio misterio de la vida, intervenido por un pensar y un discurrir poético. La creación de este nuevo mundo, pasa por la herencia de un atávico conocimiento empírico y por la conquista épica de los elementos de la naturaleza y su contrapunto convergente: la lucidez de una conciencia, invencible en su capacidad de asumir su trágica condición: un ser desgarrado entre su animalidad y su aspiración humana. Y en un punto equidistante de esa fragmentada identidad, la poesía asoma como el médium que invoca y convoca. Esta es una de las ecuaciones en la que quisiera leer a este indomable animal cautivo que, en realidad, más que cautivo, cautiva, seduce, atrapa y nos hace sentir unos magníficos miserables, unas pobres aves que revolotean ante unas cuantas migajas y no ven, no presienten, no sospechan la inconmensurable belleza que existe en ese misterio que se vislumbra con tan solo respirar y poner los pies en la tierra, en el aire, en el agua o en el fuego.
Animal cautivo en su bautismal big-bang se abre paso con La representación de la representación de la tierra que, como sabemos, opera como una virtualidad tan idílica que para no confundirnos no dejaremos de llamarla realidad, una realidad mediatizada por el ojo vidente de la loca de la casa. Las coordenadas en que se mueve la bestia son sospechosamente humanas: en sus desplazamientos va dejando rastros filosóficos, teatrales, panteístas, metafísicos, futuristas, oníricos, sensoriales, virtuales, míticos, existenciales; pero la proyección es tan sofisticada y su hechizo tan envolvente que nos deja, a ratos, literalmente perdidos en la traducción. Lo peculiar de la legítima desorientación, a mi juicio, es que está inspirada en el desconcierto del propio animal, es decir, en su reflejo. La supuesta simetría es aceptable sino se olvida lo principal: se transita a través de una poesía minada, armada hasta los dientes, cualquier paso en falso nos dejaría a merced de una escritura que nos devoraría sin asco.
La fuerza y originalidad de este animal radica, entre otras virtudes, en el despliegue constante de una audacia subversiva y suicida, sin límites. Atrapado, el cautiverio exalta al animal, lo eleva a una lucidez lisérgica que, por cierto, no es de este mundo. Y es allí, en esos parajes donde su templada y contenida desesperación se vuelve su mejor arma: una bomba de tiempo-real, perfecta, que al tenor de la ineludible amenaza relativiza todo accionar y pensamiento, todo tiempo y espacio. Desde esa posición, el animal cautivo (re)construye sus posibilidades de conciencia, el grito, la fractura, el anhelo de un imaginario fundacional que de mínimas garantías de ser y estar, de asistir despiertos al espectáculo del mundo dejando, al menos, la huella del desconcierto. La búsqueda es intensa, frenética, adánica hasta el paroxismo.
Pero ¿qué se busca?, sin duda, hay hambre de absoluto, de algo parecido a la plenitud. Pero, ¿por qué se busca?, ¿porque algo de eso se ha vivido? Sospecho que sí, y todo estaría en esa memoria velada del origen. En la representación de la tierra se ha perdido la inocencia y se asume con cierto estoico cinismo esta nueva vida. Vivir en defensa propia es el paradigma estratégico. La coartada es brillante, tan legítima en su autosuficiencia, que nos deja sin argumentos; no la podemos negar. NO, como se nos advierte, es siempre un acto criminal.
En La revelación del fuego, todo un mundo se alza desde una hoguera continua: la larga noche, rutas desconocidas, ensambles que desbordan, danza de clones, sombras en fugas, con el humo del gran laboratorio como telón de fondo. Pero tanta luz deja el registro sobreexpuesto. En ese precario equilibrio en blanco y negro queda una humanidad —su negativo—, atrapada en el encuadre. La luz escribe por sí misma y, ante ese tatuaje, sólo queda resignarse y aceptar ese rayo de lucidez que nos acerca, a ese universo desconocido donde se libran los grandes sueños. Son testigos los letreros que titilan a lo lejos y esos seres tortuosamente circulares que arrojan fuegos artificiales sobre el inconmensurable acertijo. La revelación de esa luz post big-bang, se deja ver en sus efectos visuales, en el mecanismo ver y quemar, encender y entender; en el anhelo de un posible descubrimiento redentor.
En El agua o la fuente de lectura, las imágenes y los sentidos del relato se recargan, nos arrastran por aguas torrentosas y, no por último, hay que oír, traducir e interpretar; y en este cifrado juego, al alcance de la memoria, ahí, ahí mismito: la plenitud, el milagro de bañarse en las mismas aguas del principio, donde todo calza con todo. Aquí, solamente Heráclito no cruza el río. Atrás quedan el palimpsesto de los inútiles diálogos, las lecturas enmascaradas, la contradicción entre el mundo que arrastra a la permanente caída y el que invita a volar y exige altura y resistencia al vértigo. La utopía, bien podría encontrarse en esa Atlántida que invita a sumergirse, para navegar hacia el mar que no es el morir. Esa es la buena nueva y, quien se haya hecho humo con la escritura, será salvado. Palabra del libro prometido.
(Fragmento)