Recordando al Padre, abuelo y bisabuelo
Alfonso Calderón Squadritto
Ya ha pasado un año desde que recibí abruptamente la visita de la Muerte. Ella vino a buscar a mi padre la mañana del sábado 8 de agosto del año 2009. Pelearon un rato hasta que se lo llevó. Siempre decimos que la Muerte tiene un sentido, que no es el fin, que hay otra vida, que es el destino, que hay que estar preparados, que aquí nada es eterno. Pero cuando ves al padre muerto, ataviado con el pijama verde musgo con el que salió sorpresivamente del sueño, y piensas que a pesar de que no crees en la linealidad del tiempo esto ya no puede revertirse... sientes como rueda el hilo de un secreto engranaje que comienza a marcar un antes y un después. Y ya nada de lo que hagas aquí y ahora te lo devolverá, te quedas además pensando que no te despediste porque él estaba tan bien que tenía todo el tiempo del mundo, te había dictado un texto por teléfono el jueves... y ahora lo ves como dormido, cada vez más pálido y te quedas horas tomada de su mano eludiendo las tareas propias del suceso, y dejándoselas a tus hijas para no desperdiciar ni un segundo de estos últimos que tendrás con él... y le deseas suerte en su viaje, lo felicitas porque hizo un tremendo trabajo y lo entregó, cumplió con su misión de escritor, lector, creador y padre. Y le dices en secreto que cuando le pidan cuentas acerca de cómo usó sus talentos en esta vida no tendrá cómo explicar de qué manera los multiplicó para lograr tanta cosecha... y buena. Le dices que lo amas y le das las gracias, como muchas veces, por todo lo que te ha dado, especialmente por algunos genes (siempre se reía y te daba las gracias a ti por decírselo). Le insistes en que se vaya tranquilo, que ahora debe descansar. No puedes dejar de recordar el frío intenso que habías sentido esos días y las diversas conversaciones sobre la muerte que tuviste con algunos amigos. Le habías dicho a Darío Oses en su oficina de la Fundación Pablo Neruda, cuando te preguntó por tu papá, que estaba mejor que todos en la familia, y además más lúcido, y que era tan ordenado que seguro tenía como 10 años más de vida. Ese día de su muerte y durante varios días se te caían los botones de las chaquetas y tratabas de encontrar alguna señal. Soñabas con él y te desvelabas horas. Ibas al living y mirabas su fotografía y oías su voz diciéndote cosas acerca de libros. En cada sueño lo veías bien y más joven pero te abrumaban las aguas que aparecían siempre a separarlos y se despedían cruzando alguna calle con adoquines brillosos y llenos de espejismos que se desprendían de los charcos de lluvia.
Soñé una y otra vez con Alfonso Calderón y cotejé los sueños con mis hermanas, mis hijas, mis sobrinos. Cada uno traía un sueño nuevo y le buscábamos pistas, sentidos, como si fuera una novela de suspenso. Me imagino que eso le sucede a todos cuando se muere alguien amado al que no queremos renunciar. Aún no dejo de soñar con él, Lo veo en distintas épocas de nuestras vidas y siempre me parece más joven y relajado, pero ya no busco indicios allí, tengo claro que está feliz, que a cada una le manda mensajes, regalos, y que hay mil detalles que nos hacen sentirlo siempre aquí, con nosotros. Le comenté a su amigo de infancia, el poeta Miguel Arteche, que aún estaba muy apenado cuando lo visité hace unos meses, que mi hija Cecilia se había encontrado con alguien que le aseguraba haber visto al fantasma de mi padre leyendo feliz en la oficina donde trabajaba en la universidad. Le conté que yo lo veía en sueños y que estaba feliz, relajado y más joven. Arteche escuchó atento todos los detalles y me dijo que ahora sí se quedaba tranquilo... que si su amigo leía feliz y además estaba más joven, las cosas andaban allá mejor que acá.
Él siempre pensaba en los libros que no alcanzaría a leer y que ya tenía comprados y en lista de espera. Recuerdo cuando era niña y me encantaba entrar a su biblioteca en la casa de La Serena, y correr entre los pasillos de estantes que se curvaban por el peso de los libros, que se disponían en doble fila para albergar la sobrepoblación de autores que convivían sin problemas en ese silencio que yo suponía cargado de secretos. Y era feliz sabiendo que había hileras de libros pequeños, escritos para niños, empastados y con letras doradas para que mi mamá nos leyera a la hora del almuerzo y con los cuales era imposible aburrirse, porque eran muchos y porque mi mamá les cambiaba los finales para mantener nuestra atención. Eso me emocionaba bastante, y también a mi hermana Cecilia, la menor, pero mi hermana Teresa se indignaba y le iba a contar a mi papá que ella estaba contando de otra manera el cuento, y a él le daba ataque de risa, solía reír a carcajadas con nuestras inocencias que tal vez reconocía de sí mismo. También se reía mucho con sus chistes fomes que nos contaba cuando quería entretenernos o con unos dichos a los que no les encontrábamos ninguna gracia, como “Esto es más viejo que el hilo negro” o “Del uno, dijo aceituno”, “me están contando el cuento del tío” o más sabe el diablo por viejo que por diablo. Con la Tere nos mirábamos a los ojos como diciendo “exijo una explicación”, hasta que un día se me ocurrió que nosotras inventáramos chistes y fue maravilloso. Descubrí el absurdo. Y lo alimentamos hasta que se lo llevamos de regalo un día a la hora del almuerzo y entonces nos tomó en serio. Yo empecé a escribir y a formar mi primera biblioteca que él incrementaba con regularidad. Le debo esta relación con la palabra, y con el humor, pero también con el cine y la vida. Me parecía un sabio que comprendía tan a fondo todo lo que ocurría en la tierra y en todos los tiempos. Aunque le preguntara las cosas más extrañas, él siempre intentaba una respuesta coherente o motivadora para que yo misma investigara más. Aprovechaba al mismo tiempo la ocasión para dar de inmediato bibliografías o enviar directo a revisar el diccionario. Fue así como me entregó fórmulas para explorar rutas donde descubrir los tesoros que provee la investigación y disfrutar del logro, como si se tratase de un banquete al que se podía invitar a quienes padecían de nuestro mismo apetito, más bien del hambre voraz que lo llevaba a buscar, conocer y citar. Porque ése era el modo de establecer sus nexos con la humanidad. Él sabía y asumía su rol, reconociendo que al entrar en escena, como actor creativo, ya existían el teatro, las máscaras, el público, el lenguaje dramático y se seguían oyendo los ecos de aquellos grandes autores que dieron vida a la épica, a la tragedia y la comedia. Así, para mi padre la tierra entera era el lugar de los hechos, el detonante de la poesía y el sitio del suceso, que se le hacía crucial registrar, usando las diversas posibilidades de la escritura, a través de la crónica, los diarios de vida, de viajes, las memorias, y la poesía, respetando la tradición literaria, aunque trazando una ventana que le permitía recuperar e incorporar en su obra, todos los pasajes relevantes de la historia humana, donde hay lugar para las citas y el rol de los referentes, como quien dirige el drama, registra los diálogos y autoriza también al interior de la escena la función del apuntador, que quizá le hubiese parecido el fiel representante de la memoria colectiva.
Trabajamos en varios libros durante los últimos años. Conformábamos el equipo con mi hija Lila y eran geniales nuestras reuniones y el circuito de libros, fotocopias y manuscritos que transitaban entre nosotros o se intercambiaban de departamento a departamento a través de radiotaxis o encuentros dominicales. No puedo olvidar su presentación del libro “Ventura y desventura de Eduardo Molina” (Ed. Catalonia, 2008), en el Centro Cultural de Las Condes, con Eduardo Infante y Adriana Valdés —que estuvieron entretenidísimos—, y luego en una tertulia organizada en La Casa del Escritor (SECH), que fue como su despedida, vibrante y llena de aplausos, donde se veía emocionado, feliz. Lo llamé al día siguiente para decirle lo genial que había estado todo, con un público extraordinario, tan motivado y participativo. También lo acompañé cuando dictó la conferencia “Memoria e imágenes del Yo”, en la Universidad Diego Portales —donde trabajaba—, en el contexto de la Cátedra Roberto Bolaño. Lo felicité y le dije que estaba en su mejor momento. Me preguntó si no había estado muy aburrido, yo le dije que eso jamás ocurría en sus presentaciones, sólo que no me explicaba cómo funcionaba su memoria, que era capaz de almacenar y conectar tanto dato y que se veía que nunca tendría alzheimer, así es que seguiría siendo oficialmente mi Google.
Me alegra también que haya alcanzado a conocer a mi nieto Antonio, del que se sintió muy cercano porque sospechaba que tenían algo en común, luego de verlo sentado en su cuna intentando atrapar un rayo de sol que zigzagueaba por el viento entre las cortinas del atardecer...
Mi conexión con él era de alma más que de piel. Y eso perdura.
La Familia
Teresa, Cecilia y Lila Calderón
Teresa, Cecilia y Lila Calderón
Mi hija Lila Díaz Calderón
Mi hija Cecilia Díaz Calderón
Mi nieto Antonio Rojas Díaz
El domingo 15 de agosto se dieron a conocer los nombres de quienes obtuvieron los Premios Municipales de Literatura 2010. "El Vicio de escribir", libro póstumo de Alfonso Calderón, publicado por la Editorial Catalonia, fue el ganador en la categoría Ensayo. Felicitaciones, Papá.
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Etiquetas: Literatura