(Edith Piaf: "Non, Je ne regrette rien" )
Yo soy del 30
Desnudo, llegué al mundo en 1930.
Volaban, entonces, los dirigibles
hacia el Polo, y mi padre silbaba:
la “Carioca”. “Te para dos” y “Ángela mía”.
Mis tías vivirían para siempre
(y en Valparaíso, como resulta
natural). Hitler ya estaba ahí,
y los Tres Chanchitos sueltos
iban preguntando: “¿Quién
le teme al Lobo Feroz, al Lobo Feroz?”
La tos convulsiva, el aceite de hígado
de bacalao, las gotas de Nicán.
Versos de Pipo en muros y faroles.
Capone caía a la gayola, Lindbergh era un héroe
y Robert Taylor y Rosalind Russell se amaban
en “El último saludo”, con la guerra del 14.
How to have peace?, decían en Londres.
Tranvías de dos pisos iban a Chorrillos
Y en las revistas los tigres y los maharajaes
—más unas vistas de Gandhi— eran la India.
Como el cardenal Danielou,
aunque un poco antes, yo veía a Dios
en todas las cosas de la vida.
En la subida de Playa Ancha encontré
a la Tortilla Corredora y a los Músicos
Viajeros. Sicilianos, y con todo,
en la familia morían de muerte natural.
Me encantaban el olor de los periódicos,
El manjar blanco, las galletas
De jengibre y los grisini.
Fotografías y recortes de revistas
en los muros (Mussolini, Balbo, Ciano,
“Cantimplora” Olguín y David Arellano,
Valentino, Pola Negri y la Nazimova,
Sacco y Vanzetti, el Niño Jesús
de Praga, Don Bosco y San Nicola di Bari).
Los millonarios se arrojaban por las ventanas
en New York, y “King-Kong” amaba a Fay Wray.
Dick Tracy era mi guía espiritual.
Oía “Giovinezza”, los domingos,
de mañana, en el Parque Italia junto a la loba.
Mi padre usaba sombreros a lo Chevalier
y pantalones Oxford, de marinero.
Mi madre, esos trajes azules de seda
con lunares blancos y quitasol.
Los galanes, en calle Pedro Montt,
lucían sus polainas grises,
y más tarde se iba a Las Salinas,
en donde el pan de huevo era Primera Comunión.
Ya en el 34, quise ver la isla de Crusoe,
el loro de John Silver el Largo,
los leones del gozoso Tartarín.
Me puse a buscar a mi Ángel de la Guarda,
los nombres de los instrumentos musicales
en el “Larousse”, y a contar los autos
(Packard, De Soto, Ford, y Chevrolet).
“Catari”, las “Monas” Polo y las fiestas
de la primavera (reina fue María Luisa).
Y en eso, Abisinia, la guerra Civil
Española, y el príncipe de Gales
que renuncia al trono por el amor
de Wallie Simpson. De ahí para adelante,
creí que esos años eran felices,
que la vida era hermosa, y antes
de leer a Jacques Prévert,
que el caballo de Troya y los perros
con ojos como platos vinieron,
para mi perfecta alegría, en el Arca de Noé.
Y ahora, en una tromba, se fue todo.
¿Podemos comenzar de nuevo?
(“Testigos de Nada”, Editorial RIL, Santiago, 1997)